Radar de lluvia

miércoles, 17 de febrero de 2010








Pregon de Cuaresma
Y por qué a mí para este menester? ¿Por qué yo, si yo soy un mal aprendiz de cofrade, si yo llevo más de treinta años repitiendo el mismo curso y no lo apruebo, porque es imposible aprobar, con su misma nota, lo que en mí no empezó a alfabetizarse en la sangre del asombro infantil?

No había por mi casa ni túnicas con veinte puestas ni pabilos ennegrecidos entre los restos llorosos de cirios penitentes.
No hay en mi casa esa memoria de espejos de ropero de alcoba que tienen ustedes, mirando al primer nazareno que les nació dentro. No se calienta el recuerdo en mis manos de niño con una bola de cera que iba redondeando un mundo de luces interiores que despertaron después en cualquier cuaresma.
No está por mi memoria infantil, por esa memoria que lo abarca todo sin parpadear, ni la mano de mi padre llevándome entre filas de nazarenos, ni el olor joven de mi madre llevándome a ver cómo pasa un palio por la bocacalle del barrio. No hay en mí, como lo hay en ustedes, esa memoria cofrade que cierra los ojos y ve cómo pasan cuarenta Cristos, cincuenta Vírgenes, en estos días en los que la luz remolonea entre azahares subida al caballete de la tarde.
Ustedes sólo se explican en ustedes. Y es bastante. Quien quiera convencernos de que la Semana Santa no tiene tantos perfiles como tiene el sentido del vivir del sevillano, se equivoca. Por eso yo no me escandalicé y sí se escandalizó el forastero que venía conmigo, aquel año que en la puerta del convento de Santa Inés vimos un letrero en la cuaresma.
¿Qué había escrito en el letrero? ¿Nos llamaban las monjas a un tiempo de oración y penitencia? ¿Nos convocaban a la reflexión y a la fraternidad multiplicada en esos días? No, eso sería explicable en otro sitio. Pero aquí se limitaron a escribir: “Ya tenemos pestiños”. Una de las hermosas maneras de decir que ya mismo era Semana Santa, una manera de pregonar la Semana Santa. Por eso el sevillano sólo se explica en Sevilla. Y eso basta.
Ustedes nacieron entre olor a incienso y cera; a mí el único incienso de la infancia me llega envuelto en misa mayor de domingo, humo de incienso que olía a latín y a sacristán que cantaba un gregoriano terciado de soleá que estaba más cerca de la taberna que del trasaltar; en mí, la cera más cercana es la de la vela en la palmatoria que recorría la casa en procesión de sombra cuando en invierno se iba la luz por la tormenta, aquella llama de aquella vela que le daba a todo un temblor donde el miedo infantil copiaba las deformadas figuras de la pesadilla. ¿Por qué a mí?
Para mí, la Semana Santa es una mañana de palmas y ramas de olivo, sin más borriquita que alguna que montara algún pegujalero camino de la viña o el olivar. Para mi infancia, la cuaresma, más que un meneo urbano de besamanos y triduos, plata limpia donde se mira el día y se repite, es una vigilia de viernes con sabor a guisantes con jibia, espinacas, garbanzos con bacalao, torrijas, tagarninas con huevo, habitas tiernas y, si acaso, unos calcetines nuevos.
Yo no puedo decirles nada nuevo a quienes son espejo de mi curiosidad y mi admiración.
Los de pueblo siempre hemos venido a Sevilla a aprender las maneras. Si veníamos, había que ponerse ropa de Sevilla; si hablábamos, soñábamos con hablar como los de Sevilla, y volvíamos al pueblo mínimamente sevillanizados.
Y en procesiones, ¿qué les va a decir quien sólo vio en su niñez Vírgenes de gloria y Santiago a caballo, y el único sabor “cofrade” que tenían aquellas procesiones eran las levantás de la cuadrilla del Moreno y la banda de Tejera o de Salteras tocando “Amargura” o “Pasan los campanilleros”, y para colmo, aquella música, en verano, nos sabía triste a los chiquillos que disfrutábamos más con las cornetas y los tambores.
Les habla quien de la Semana Santa la mayor seriedad la guarda del Viernes Santo, cuando al ir por la calle a la hora del almuerzo, jugando, gritando con los amigos o dándole patadas a una lata, la voz de una vecina beatona salía a la puerta y nos decía en grito bajito: “¡Niños… callarse y no hacé ruío, que sa muerto er Señó!”
Que el Señor también muere en los pueblos, con menos boato, con menos humos, con menos acompañamiento, pero muere. Los chiquillos, como nunca habíamos visto una urna de Santo Entierro, y del Señor sólo teníamos las imágenes de dos crucificados y la de Nuestro Padre Jesús Nazareno, un año, un chiquillo de una de las hermandades que tenían crucificado, le preguntó al cura: “Pero er Señó que sa muerto, ¿cuál es, er de nosotro, er de ello o Padre Jesú?”
Después el cura nos dijo que el Señor que había muerto no lo veíamos, que estaba en el cielo, y por eso los Viernes Santo que había tormenta nos metíamos en casa, temiéndole más a la muerte del Señor que a los rayos. Memoria del miedo, sólo del miedo en Semana Santa, porque a aquellos oficios que para nosotros eran un largo funeral sin muerto visible, se sumaba que no teníamos imagen del Resucitado.
¿Por qué a mí? Si yo soy uno que vino a mirar y se quedó admirado, que vino a aprender y sigue aprendiendo, que vino a preguntar y sigue preguntando, que vino a entender y no acaba de entenderlo, porque me falta haber tenido una niñez como la de ustedes, porque cuando vine a ver un palio ustedes ya llevaban bajo palio toda la vida; porque cuando quise aprender algunos nombres ya ustedes llevaban toda la vida pronunciándolos todos.
Soy un extranjero que vino aquí sin saber decir ni una sola palabra del idioma de la Semana Santa, y por más que ustedes se hayan empeñado, a este extranjero le queda un rescoldo de su acento y sabe que se morirá sin poder pronunciar correctamente ese idioma tan rico que ustedes hablan cuando de Semana Santa se trata.
¿Por qué a mí, entonces, el encargo de este pregón? Y si todavía fuera un pregón de algo concreto, el azahar, el cántaro, el maniguetero, el contraguía, la saeta, los palios… es el Pregón del Cofrade, y eso es muy fuerte. Entre otras cosas, porque para cada cofrade hay un gusto y para cada gusto, cien cofrades.
Porque convendrán conmigo en que ustedes, muy sabios, sí, pero también muy especiales, muy, muy especiales. A ver, ¿quién sabe decirme cómo tiene que ser el Pregón Cofrade para contentar todos los gustos de los cofrades? Se me antoja imposible. Hay cofrades que se inclinan por el pregón tipo histórico, y se vuelven locos cuando el de la tribuna sale y dice, por ejemplo:
“…Fue en ese año, 1576, cuando se aprobaron las reglas de la hermandad. Por aquellos años, las cofradías sevillanas no tenían tanto respaldo popular como hoy, aunque sí debemos destacar que el comportamiento de los integrantes de una cofradía era tan austero que no se permitían ni hablar, ni beber, ni, por supuesto, levantarse el antifaz.
Y el cofrade histórico, loco. Y el de la palabra, que se viene arriba: “Hablamos de unos tiempos en los que la ciudad se enfrentaba a los problemas de una epidemia que azotó, sobre todo, a los barrios más pobres. Fue cuando empezó a germinar ese espíritu infantil de los niños integrados en las cofradías. Ese año de 1576, mi hermandad estrenó unos ciriales de plata que hoy, cuasi cinco siglos más tarde, aún podemos admirar en nuestro museo. La España del dieciséis tenía en Sevilla, en su Semana Santa, el reducto de fe más importante.
Una ciudad de comercio creciente que aprovechaba los buenos tiempos del Descubrimiento…” Y el cofrade histórico, loco. Y el de la palabra, sin hablar de la luz del Domingo de Ramos.
Cuando acaba de hablar y el cofrade histórico pregunta con ganas de que le digan que ha sido el mejor pregón, se encuentra con los comentarios de otros cofrades de otras corrientes pregoneras: “Sí…, bien… Pero mú pesao. Muchas fechas, mucho siglo dieciséis pero no ha dicho nada de lo actual. Además, a mí me va a ronear con el siglo XVI, si yo soy del Silencio, que es del XIV?”. ¿Cómo acertamos con ustedes? Después tenemos el cofrade que se muere por el pregón tipo “contenido”. Sale el pregonero, y, por ejemplo, suelta:
“…Los momentos que vive la Iglesia animan a los cofrades a seguir, con más fuerza que nunca, el camino de la fe y del compromiso cristiano como única vía de salvación.
No podemos permanecer con los brazos cruzados, no podemos hacer de la Semana Santa un territorio para la fiesta, y hemos de llevar, indemne y a punto de revista, nuestra condición de cristianos, y con ella, ir por los días, no sólo de la Pasión, sino de la cuaresma y aun del resto del año, dando ejemplo en cada lugar en que nos encontremos”.
Y el cofrade que se desvive por el pregón tipo “contenido”, loco. Y sigue el orador: “¡El cofrade, si se viste de nazareno, lo hace como si se vistiera de sacerdote, y si acompaña a su Virgen o a su Cristo, lo hace como si verdaderamente estuviera acompañando a Jesús y a María por las calles de la verdadera Pasión!
¡Ser cofrade no es posible si no nos anima un sentimiento de fe y de esperanza en Cristo, si diariamente no hacemos de nuestra vida un camino de perfección..!” Y el cofrade tipo “contenido”, loco.
Y cuando acaba el orador, la pregunta frotándose las manos, y el comentario de otros cofrades: “Hombre…, sí, con mucho contenido, pero ni un verso, ni un piropo, ni una alegría, ni ha contado nada de cómo empezó en la Semana Santa… Díganme, ¿cómo se acierta con el gusto del cofrade sevillano, si pregone quien pregone siempre va a tener una crítica al lado de cien alabanzas?
Feliz Cuaresma.
Se trata de una pintura realizada por Javier Aguilar Cejas en la que se puede ver a la Virgen del Rosario Coronada en primer plano sobre el Cristo de los Faroles y en cuyo fondo se aprecia la típica estampa del Pueste Romano y la Mezquita-Catedral a un lado y el arcángel San Rafael al otro







Los siete santos fundadores (año 1233)
Eran siete amigos, comerciantes de la ciudad de Florencia, Italia.
Sus nombres: Alejo, Amadeo, Hugo, Benito, Bartolomé, Gerardino y Juan.
Pertenecían a una asociación de devotos de la Virgen María, que había en Florencia, y poco a poco fueron convenciéndose de que debían abandonar lo mundano y dedicarse a la vida de santidad. Vendieron sus bienes, repartieron el dinero a los pobres y se fueron al Monte Senario a rezar y a hacer penitencia. La idea de irse a la montaña a santificarse, les llegó el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Sma. Virgen, y la pusieron en práctica el 8 de septiembre, día del nacimiento de Nuestra Señora. Ellos se habían propuesto propagar la devoción a la Madre de Dios y confiarle a Ella todos sus planes y sus angustias. A tan buena Madre le encomendaron que les ayudara a convertirse de sus miserias espirituales y que bendijera misericordiosamente sus buenos propósitos. Y dispusieron llamarse "Siervos de María" o "Servitas".
En el monte Senario se dedicaban a hacer muchas penitencias y mucha oración, pero un día recibieron la visita del Sr. Cardenal delegado del Sumo Pontífice, el cual les recomendó que no se debilitaran demasiado con penitencias excesivas, y que más bien se dedicaran a estudiar y se hicieran ordenar sacerdotes y se pusieran a predicar y a propagar el evangelio. Así lo hicieron, y todos se ordenaron de sacerdotes, menos Alejo, el menor de ellos, que por humildad quiso permanecer siempre como simple hermano, y fue el último de todos en morir.
Un Viernes Santo recibieron de la Sma. Virgen María la inspiración de adoptar como Reglamento de su Asociación la Regla escrita por San Agustín, que por ser muy llena de bondad y de comprensión, servía para que se pudieran adaptar a ella los nuevos aspirantes que quisieran entrar en su comunidad. Así lo hicieron, y pronto esta asociación religiosa se extendió de tal manera que llegó a tener cien conventos, y sus religiosos iban por ciudades y pueblos y campos evangelizando y enseñando a muchos con su palabra y su buen ejemplo, el camino de la santidad. Su especialidad era una gran devoción a la Santísima Virgen, la cual les conseguía maravillosos favores de Dios.
El más anciano de ellos fue nombrado superior, y gobernó la comunidad por 16 años. Después renunció por su ancianidad y pasó sus últimos años dedicado a la oración y a la penitencia. Una mañana, mientras rezaba los salmos, acompañado de su secretario que era San Felipe Benicio, el santo anciano recostó su cabeza sobre el corazón del discípulo y quedó muerto plácidamente. Lo reemplazó como superior otro de los Fundadores, Juan, el cual murió pocos años después, un viernes, mientras predicaba a sus discípulos acerca de la Pasión del Señor. Estaba leyendo aquellas palabras de San Lucas: "Y Jesús, lanzando un fuerte grito, dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!" (Lc. 23, 46). El Padre Juan al decir estas palabras cerró el evangelio, inclinó su cabeza y quedó muerto muy santamente.
Lo reemplazó el tercero en edad, el cual, después de gobernar con mucho entusiasmo a la comunidad y de hacerla extender por diversas regiones, murió con fama de santo.
El cuarto, que era Bartolomé, llevó una vida de tan angelical pureza que al morir se sintió todo el convento lleno de un agradabilísimo perfume, y varios religiosos vieron que de la habitación del difunto salía una luz brillante y subía al cielo.
De los fundadores, Hugo y Gerardino, mantuvieron toda la vida entre sí una grande y santísima amistad. Juntos se prepararon para el sacerdocio y mutuamente se animaban y corregían. Después tuvieron que separarse para irse cada uno a lejanas regiones a predicar. Cuando ya eran muy ancianos fueron llamados al Monte Senario para una reunión general de todos los superiores. Llegaron muy fatigados por su vejez y por el largo viaje. Aquella tarde charlaron emocionados recordando sus antiguos y bellos tiempos de juventud, y agradeciendo a Dios los inmensos beneficios que les había concedido durante toda su vida. Rendidos de cansancio se fueron a acostar cada uno a su celda, y en esa noche el superior, San Felipe Benicio, vio en sueños que la Virgen María venía a la tierra a llevarse dos blanquísimas azucenas para el cielo. Al levantarse por la mañana supo la noticia de que los dos inseparables amigos habían amanecido muertos, y se dio cuenta de que Nuestra Señora había venido a llevarse a estar juntos en el Paraíso Eterno a aquellos dos que tanto la habían amado a Ella en la tierra y que en tan santa amistad habían permanecido por años y años, amándose como dos buenísimos hermanos.
El último en morir fue el hermano Alejo, que llegó hasta la edad de 110 años. De él dijo uno que lo conoció: "Cuando yo llegué a la Comunidad, solamente vivía uno de los Siete Santos Fundadores, el hermano Alejo, y de sus labios oímos la historia de todos ellos. La vida del hermano Alejo era tan santa que servía a todos de buen ejemplo y demostraba como debieron ser de santos los otros seis compañeros". El hermano Alejo murió el 17 de febrero del año 1310.
Que estos Santos Fundadores nos animen a aumentar nuestra devoción a la Virgen Santísima y a no cansarnos nunca de propagar la devoción a la Madre de Dios.